Te diré quién eres
Hay un refrán en el mundo hispano: “dime con quién andas y te diré quién eres”, me imagino que los méritos, excepciones y límites del susodicho están más que discutidos, pero, en su calidad de refrán, sigue sirviendo como una codificación útil de comportamientos generales, y, en su calidad de dictum general, me ha surgido en la cabeza en las últimas semanas: ahora que me he mudado a Nueva York, sin más posesiones que la ropa que empaqué para un viaje que supuestamente iba a ser solo una excursión de una futura mudanza, he comenzado lentamente a acumular cosas.
Está primero la lenta y, debo admitirlo, relativamente costosa acumulación de ropa “funcional” que no hay que lavar mucho y que combina entre sí, nacidas estas compras de mi condición hasta ahora quasinómada que me ha forzado a considerar la idea de un guardarropa cápsula, con la meta de maximizar combinaciones de atuendos y minimizar mantenimiento para poder viajar con la misma ropa por meses o quizá hasta años sin llegar con mucha celeridad a confundirse con un damnificado errante. He pasado de gastar poco en mucha ropa a gastar más en poca ropa, de tener ropa en muchos colores a alternar casi estrictamente entre una paleta de negros, blancos y grises oscuros y otra de azules y grises claros, al ton de una rotación predecible entre zapatos negros y zapatos grises. He llegado al punto de solo comprar ropa de dos marcas distintas, una para ropa interior y accesorios y otra para lo demás, y a rehusarme a tener nada que tenga una marca obvia – aunque tener prendas “sin etiqueta” es casi un lujo en estos tiempos. He pasado de no usar la misma ropa en meses a usar una misma camiseta – hechas de lana merino antibacterial mágica – más de una vez en una semana, de llegar a botar calcetines por tenerles asco luego de un largo día de verano a usarlos hasta tres veces en una semana por ser de la misma lana sobrenatural. Todo esto se reduce a mi elegir, en esto que se hace cada vez más real como mi nueva vida, a pasar de ser un gentleman que usa camisas de botones y combina colores en tono con la temporada a ser alguien pragmático con un estilo inconspicuo pero estricto con una paleta neutral. Y todo esto, además de práctico, me parece una elección existencial: de nómada que no encaja a alguien asentado que se mezcla con los grises y sombras de la gran ciudad.
Luego está el hecho que, afectado mi presupuesto por la antes mencionada búsqueda del estilo pragmático pero no vulgar, que no es barata ni sensata, he tenido que elegir en qué más gastar con sobriedad. Y me he llenado rápidamente de libros. Y también mi paulatina acumulación de libros parece tener un patrón: elijo a Milan Kundera, otro emigrante, y me identifico con sus personajes “expatriados”. A Witold Gombrowicz, el polaco perdido e ignorado en Argentina, a Salman Rushdie, errante de leyenda; y además de otros desplazados, busco más libros en español que cuando solo he venido de visita: me sumerjo en García Márquez al fin, encuentro a Carlos Fuentes, sigo consejos de escritura de Mario Vargas Llosa, encuentro solaz en Jodorowsky, espejo fiel de su latinoamérica perdida – estando aquí, recibo una postal que quiero creer que fue firmada por Jodorowsky, agradeciéndome por hacer una donación para el rodaje de Poesía sin Fin, desde París, adonde T y yo fuimos a buscarlo sin encontrarlo hace unos meses. Otra vez, un cambio de fase: de nómada que lee aventuras de otras gentes en otras tierras, estando él mismo en otras tierras, a emigrante que se acompaña de otros emigrantes, a una vez orgulloso de pertenecer a sus filas y añorante de una tierra que aún no está perdida: estoy seguro que aún tengo polvo de Tegucigalpa en ropa que no he lavado.
Otra compañía que busco de otra forma: la música. So pretexto de unirme a una banda, compro la guitarra PRS de siete cuerdas que siempre he querido, y descubro brevemente un mundo hasta entonces desconocido en tratar de encontrar acordes y ritmos que funcionan cuando se tienen tres guitarras tocando música popular. Luego, tras la pérdida del bajista, no cuesta mucho convencerme de también comprar un bajo, y me espera otra sorpresa: en el bajo al fin encuentro una comprensión de la estructura, el alma, de la música que siempre me ha eludido en la guitarra, y en un par de semanas aprendo lo suficiente como para llenar el rol del bajista perdido. Un cambio más: no solo hago lo que siempre temí, unirme a una banda, sino que he cometido la leve traición de dejar la guitarra, mi único instrumento real por más de diez años, por el bajo, al cual siempre vi un poco de soslayo.
En el lado no estrictamente mercantil, también me he encontrado muy a propósito tratando de formar nuevos hábitos: haciendo mi café en una V60, limpiando la bañera después de una ducha, sacando la basura con frecuencia, no dejando comida afuera, lavando los platos después de cada comida, pagando las cuentas una vez que vienen en el correo, lavando mi ropa a mano, no acumulando basura; y en el ámbito humano: escribiéndole a mi familia una vez al día al menos, tratando de siempre ser de servicio a T, deteniéndole la puerta a la gente en los edificios, y lamentando el hábito, tan fácil de adquirir en esta ciudad, de ser descortés hacia la gente que no se apega a las estrictas y apuradas normas neoyorquinas. No todo es color de rosa, después de todo. Mas todo esto, es, también, mi forma de definirme a mí mismo: desde el primer día he tratado de recordar que aquello que haga en las primeras semanas es muy probablemente lo que seguiré haciendo una vez formada una rutina.
Y una última metamorfosis: luego de casi siete años de solo editar texto y programar computadoras en Vim, un proyecto personal me lleva a sumergirme en el otrora desconocido – y vilipendiado – mundo de Emacs: y descubro que su paradigma, y sus conveniencias, me son más afines que el espartano espíritu de Vim.
Así, un fin de semana de estos, entre programar en Emacs, practicar bajo y leer más sobre ropa neutral altamente técnica de bajo mantenimiento mágica privada de fashion, me encuentro a mí mismo levemente transformado, expresando en estas cosas puntuales una nueva cara hacia la vida: por un lado profundizando en mi motilidad perenne, comprando ropa que puedo meter en una mochila pequeña y subsistir donde sea por meses, leyendo sobre emigrantes que nunca realmente encontraron una residencia permanente, pero por otro aceptando que quizá mi vida ya no va a estar en tanto flujo: comprometiéndome en el amor, en la música, y quizá hasta en la escritura; me he rodeado de aquello que me define, y me he definido con un método, quizá caótico, pero a conciencia: en este nuevo comienzo, no dejo entrar a mi círculo aquello que no quiero que sea yo en el porvenir. Cuán curioso es definir a una persona viendo casi exclusivamente su estado de cuenta, y sus hábitos recurrentes.