Historias

Brooklyn, NY

Yo tengo una memoria de teflón, como dice una amiga mía: no se me pega nada. Pero a pesar de mis limitaciones de almacenamiento, una cosa se me quedó de la película Her: cuando la computadora se da cuenta que mucho, o todo, de la vida radica en “las historias que nos contamos a nosotros mismos”, y es cierto: cuántas veces no sufrimos, o paramos de sufrir, dada la narrativa que transcurre en nuestra cabeza? Justo esta mañana vi cómo dos señoras casi se agarran a puños simplemente porque las dos no cabían en el metro y ambas querían entrar, aunque había un tren a dos minutos de nosotros, qué historias habrán pasado por su cabeza? “Si no agarro este tren pierdo mi trabajo”, o “cómo me voy a dejar quitar el tren por una desgraciada desconocida, yo ya no me voy a dejar aprovechar por otros como siempre!”, en cualquier caso, lo que ocurrió fue dos adultos peleando por un lugar en el tren a pesar de que, teniendo cualquiera de ellas paciencia, no hubiera habido problema. Pero en la historia inmediata en sus cabezas, no cabía esta alternativa.

Podría aquí mismo entrar en cómo esto de la narrativa personal es la raiz del sufrimiento según el Buda, etcétera, pero lo que me interesa es cómo, a través de nuestra vida, o quizá solo de la mía, también nos interesamos en las historias de otros: nuestros seres amados, amigos, amores perdidos o nunca encontrados, ese interés entre considerado y morboso en no solo lo que pasa en vidas ajenas, pero también en lo que estas personas piensan de los eventos de suvida, de lo que sienten respecto a ello y de cómo su propia concepción del mundo evoluciona. El porqué de este interés voyeourista me elude, pero no lo puedo evitar: desde estar en el tren o cualquier espacio público y dejar de hacer lo que estoy haciendo si hay una conversación ajena audible hasta ser quizá demasiado entrometido en la vida de mis amigos, esta cosa inaudita que llamamos existir me da tanta curiosidad que no me basta la mía propia, sino que tengo el deseo insaciable de absorber la experiencia de otros, sean mis conocidos o los escritores de mis libros preferidos quienes, sin duda, se desvivieron por verter en sus letras su propia perspectiva, su propia versión de la historia de existir.

Y por eso mismo a veces platico con amigos perdidos años atrás o con personas que apenas conozco: para recuperar historias, para ser testigo de otras narrativas, para tener la oportunidad de ver la vida desde otros ojos, sentirla desde otros corazones; me consume un hambre por vivir que no se sacia con mi propia vida, y quizá, quizá quizá, ese impulso yace en la raiz de escribir: escudriñar la narrativa propia, coalescer las narrativas ajenas que uno ha acumulado, darle voz a esta cosa inenarrable que llamamos existir, darle, en este atisbo entre cuna y tumba, alguna semblanza de forma a esta cosa que pasamos y nos pasa sin descanso, y a veces, sin ton ni son. Algún sentido ha de tener, aunque sean palabras.