Dipsómanos Unidos

Brooklyn, NY

Nos sentamos a la orilla del río Hudson, es una de las últimas tardes de verano y el sol ruge en el cielo y reverbera en el río. Nueva Jersey se nos presenta al otro lado del agua, mientras Manhattan bulle detrás de las avenidas menos concurridas del Upper West Side. Estamos en el bar y restaurante en la calle 79, celebrando que Alex haya conseguido un trabajo. Son las cuatro de la tarde en un sábado, y cada nueva adición al grupo pide una bebida al llegar – mientras cada antigua adición toma la oportunidad para pedir una más.

Las reuniones con Alex siempre tienen un extraño aire de genuina incomodidad: como si todo en el mundo de la tecnología fuese tan lugarcomún para todos los presentes que nada nos sorprende, y solo nos queda hablar de aquello que nos define como individuos en ese mundo por demás tan homogéneo. Alex, con sus manerismos peculiares, reduce la seriedad de cualquier conversación sin hacerla trivial, irónica o quejumbrosa, y con una pericia sutil se encarga de que cada quien tenga una justa participación en las pláticas. Gente llega y gente se va, gente que he visto en reuniones de Alex antes, nuestro amigo Ryan, entre otros, todos quienes es obvio tienen a Alex en gran estima: yo he estado evitando reuniones y fiestas todo el verano, pero no hesité en hacer el viaje de hora y media de Brooklyn al UWS para participar en esta ocasión.

No solo son las reuniones con Alex: en esta ciudad intensa, furiosa de prisa y mores que defienden fervientemente la privacidad, es fácil notar cuán poco social tiende a ser la gente en contextos que no son, de buenas a primeras, para socializar: la gente en las oficinas solo platica en pequeñas viñetas robadas a sotto voce o mientras engullen su almuerzo con celeridad – yo siempre soy el último en terminar mi almuerzo cuando estoy entre americanos en su día de trabajo, porque para mí comer es la oportunidad para conectarme con otros, mas para ellos es más un efecto secundario poco deseable tener que hacer plática; la plática cae en tal desuso que uno tiene que recurrir con demasiada frecuencia a muletillas conversacionales como “qué tal estuvo tu fin de semana?”, o, “tenés planes para el fin de semana”: asiéndose con tal desesperación de las únicas horas de vida de la semana como una esperanza coloquial que cuando se agotan las pláticas sobre el pasado o futuro resquicio del trabajo, la conversación misma pierde con rapidez su ímpetu. Pero el fenómeno de las “drinks”después del trabajo crea un solaz en este paraje desolado: cuando empieza a fluir el alcohol, la gente empieza a discutir sus gustos, sus preocupaciones, sus quejas, sus amores y desamores, sus anécdotas vergonzosas; los abrazos y otras afecciones, si se espera lo suficiente en el marinado hepático, también hacen su aparición, y hacia el final de la noche todo es amor, amistad y promesas de eterna camaradería. Pero, salvo contadas excepciones, la frigidez retorna al día siguiente.

Quizá por eso me gusta ir a las reuniones de Alex: esta coraza protectora neoyorquina es más delgada allí, sin tener que esperar la corrosión y lubricación alcohólica de las contadas “drinks” después del día laboral gringo. En los años que tengo de conocerlo, cada una de estas reuniones me ha mostrado humanos que no hubiera conocido otrora, me recuerda que hay algo bello en la gente de esta ciudad: historias de inmigrantes, de aspirantes a artistas o científicos, que hay en otros la misma sorpresa y confusión que tengo hacia la vida, las mismas esperanzas y desesperanzas, que a pesar de vivir en un mar de gentes inebriadas – de las cuales pronto pasamos a formar parte – a veces podemos ver a otros y tener un atisbo de estas ganas de vivir que nos inundan a todos, aunque la mayor parte de las veces sea en silencio.