Murder in Your Heart

Brooklyn, NY

Terminás de programar, casi ocho horas de tratar de desentrañar el código de otro, y una rabia de cocción lenta comienza a silbar en tu cabeza y sale en puñetazos en la mesa y maldiciones bajo tu aliento. Cuando se disipa la niebla, te das cuenta que tu furibundo estado ha sido tan ridículo como una rabieta porque un montón de palabras no significaban lo que vos creías.

Te bajás del metro en Union Square, un hato de turistas (y vos olvidás que también has sido, y hasta cierto punto seguís siendo, turista) caminan lento y por la izquierda y no solo les rebasás en la primera oportunidad que podés, sino que hacés un punto de rozar pasivo-agresivamente el hombro de uno de ellos mientras caminás a largas zancadas musitando insultos en inglés. O vas por la calle y alguien osa ondular su brazo más de lo que encontrás aceptable y tu aliento hierve al salir de tu nariz mientras te cocés de cólera. Y a fin de cuentas, cuando llegás a la estación de metro o a la plataforma, el tren no está allí y esta gente termina tomando el mismo tren que vos.

Gente en bicicleta, bebés que demandan atención, cipotes que gritan, turistas despistados, tu compañero de trabajo que tiene la desfachatez de interrumpirte mientras tenés los audífonos – que no son inconspicuos – puestos, gente que se pone en la puerta del metro, trenes que no llegan a la hora, reuniones que empiezan más temprano de lo que quisieras, reuniones, tener que estar a tiempo en algún lugar; cada día que pasa acumulás más enojo, se te acorta la mecha, te sentís irascible por cada vez más tiempo, tenés más fantasías de gritarle a alguien, de insultarle, de tirarle a las vías del tren, a cualquier pobre diablo que te encuentre mal puesto. Aunque cada vez te decís a vos mismo que eso sería demasiado, que ninguna inconveniencia vale la pena de siquiera arruinarle el rato a alguien, mucho menos hacerles daño, pero eso no hace que el enojo desaparezca por mucho.

Un día en la playa, sintiendo físicamente cómo toda esa cólera de evapora y entremezcla con la brisa del mar, lavada con sal y arena, platicás con tus amigos y te das cuenta que ellos también han encontrado que el enojo es cada vez más fácil, más a flor de piel, más recurrente, que después de unos cuantos años en esta ciudad tan abarrotada, tan apurada, tan atiborrada de historias oscuras que está embarazada de algo que podría ser una marea roja de cólera eterna, después de unos años han absorbido esa atmósfera y la respiran en cada paso, en cada encuentro, en cada pequeño altercado, y una de ellos te dice: “it was then that I knew, you know? That I had murder in my heart!”.

En mis días de budista, viviendo en Tegucigalpa sin el sobrecogimiento sensorial y vivencial de estar en la ciudad todos los días interactuando con gente casi constantemente, aprendí que el sufrimiento – el sufrimiento profundo que sale ora como enojo, ora como tristeza, ora como cualquier estirpe de veneno para la vida – viene de que lo que vos esperabas de la realidad no sea la realidad, viene del entitlement de creer que el mundo debe ser como vos esperás que sea en lugar de que vos te adaptés al mundo a cada momento. En estos días de cólera, me doy cuenta que una vida cediendo a la tentación del enojo neoyorquino – ese enojo que a veces se siente como una medalla que te marca como residente legítimo de esta ciudad, uno que se afronta por turistas lentos, por invasiones del espacio persona o por infracciones de las miles de minutas convenciones sociales que mantienen este caos encinto en una eterna gestación sin alumbramiento – es una vida destruyendo en lugar de creando, es una vida sin amor y compasión por el otro, porque el otro te estorba y te causa vejación, es una vida donde rehuís la compañía de otros porque en secreto temés y odiás ese enojo sempiterno, es una vida donde olvidás que todos son parte de vos y vos de todos y te cifrás el rey de un universo solipsista donde todos te deben pleitesía a vos y a las reglas de una ciudad que no da una mierda por vos, ni vos por ella y sus residentes. Y cuando ves a alguien pobre, cuando ves un perro en la calle, cuando ves a una anciana pidiendo en el metro, se te inflama de lágrimas el alma y te das cuenta que así no es como funciona la cosa.

Pero ay, qué difícil estar presente en la compasión cuando todo es apuro, cuando estás continuamente cansado, cuando vos mismo estás matando tu corazón.